EL DÉFICIT NO ES FISCAL, SINO POLÍTICO
Por Ignacio Vila
Desde hace muchos años en nuestro país la cuestión fiscal se ha convertido en un tema central al momento de analizar la economía. Los tecnicismos “déficit y superávit” lentamente han pasado a ser parte del léxico habitual de muchas personas al momento de analizar la economía nacional.
La definición, en apariencia, parece ser bastante sencilla: si el Estado recauda más de lo que gasta, hay superávit; si en cambio, el gasto es mayor que la recaudación, estamos ante un déficit fiscal. Entonces, cuando lo recaudado y lo invertido se parecen, se habla de equilibrio fiscal. Horas de debate televisivo y radial y pilas de páginas escritas en los diarios se dedican a un análisis casi aritmético de la política fiscal nacional.
Finalmente, se ha logrado evitar el debate político que existe detrás del modo en que se define la política fiscal de un país que, por supuesto, es bastante más compleja que la diferencia entre recaudación y gasto.
En términos concretos, la política fiscal define qué sector de la sociedad aporta los recursos para financiar al Estado, por un lado, y hacia dónde se dirigen los fondos recaudados, por el otro. Puesto en otras palabras, la política fiscal define cuán rico o cuan pobre puede ser un habitante de nuestro país. Esto es lo que explica centralmente por qué no se discute en profundidad este tema.
Si los recursos se recaudan de los sectores más pudientes de la sociedad y luego se vuelcan hacia los sectores más vulnerables, se configuran sociedades con mayores niveles de justicia social, con mayor infraestructura comunitaria y con un mayor bienestar general. Y viceversa.
Desde la política fiscal se decide cuántas escuelas, hospitales, puentes va a tener el país. Pero hay un factor importante que pocas veces se suele resaltar en este ámbito: se define cuánto puede acumular de riqueza una persona o una empresa. Sin límites para la acumulación, se configuran sociedades en las cuales un pequeñísimo sector administra el grueso de la riqueza que esta sociedad genera. Esta temática fuertemente debatida a mediados del siglo pasado, ha dejado de ser una cuestión marginal. Poner límites a la acumulación suena a comunismo, pero luego leemos con sorpresa los diversos informes que año tras año muestran que el 1% de la población es cada vez más rico frente al aumento de la pobreza de los sectores más humildes. No se trata de fenómenos distintos, sino que son las dos caras de la misma moneda. Finalmente, en países en los que hay baja o nula regulación sobre esta temática, suelen conformarse elites que terminan teniendo no solo un importante peso económico sino, más que nada político: la democracia se resquebraja.
Neoliberalismo y la cuestión fiscal
La reaparición del neoliberalismo a inicios de los años ’70 volvió a poner en la escena pública debates que parecían haberse superado años atrás, y retomó la idea de la necesidad de generar incentivos y escenarios idóneos para el desarrollo de la inversión privada. Esto se tradujo en la permanente reducción de impuestos a los sectores empresariales así como en un proceso de desregularización de la economía. La lógica argumental ha sido que el problema de las crisis económicas está habitualmente ligada a la caída de la inversión privada. Esta situación se daría debido a los bajos incentivos que tendrían los empresarios para invertir su dinero debido a las altas tasas impositivas a pagar. Ante cada nueva aparición de una crisis, la explicación suele ser la misma y la caída de los tipos impositivos ha sido permanente durante los últimos 50 años. La realidad muestra que las crisis económicas se repiten cada vez más rápido y que los Estados tienen menor capacidad económica para frenar y revertir los momentos de caída de la economía, apelando permanentemente a los ajustes fiscales o a la recaudación vía impuestos al consumo o a las pequeñas y medianas empresas.
La última experiencia neoliberal nacional, conducida por Mauricio Macri, fue una muestra más de este proceso. La máxima expresión de este proceso intentó ser expresada en los proyectos de reforma laboral y previsional, en los cuales se esgrimía el gran peso para el Estado y para los privados que tenían los formatos vigentes. Frases tales como “es necesario reformar las leyes laborales para que los empresarios inviertan en nuestro país” se escuchaban permanentemente en boca de los principales funcionarios del gobierno nacional. El tremendo aumento en las tarifas de los servicios públicos también fue justificado en este sentido. Era necesario generar “reglas claras” para que las empresas energéticas desarrollaran un plan de inversión que, por supuesto, nunca llegó. En fin, se trata ni más ni menos, que de una discusión específicamente política en la cual se define qué sectores de la sociedad son los que financian al Estado y cuáles son los principales beneficiarios de los recursos públicos.
En síntesis, los sectores dominantes de la sociedad han llevado un profundo debate político a un simplificado intercambio aritmético. Es momento de discutir seriamente porqué hay tantos y tantas compatriotas sumidas en la pobreza y porqué hay tan poquitos actores que concentran el grueso de la riqueza que todos los días construimos los y las argentinas.