CRÓNICA DE UNA REPRESIÓN

Testimonio de un pueblo en la calle

CRÓNICA DE UNA REPRESIÓN

Por Alejo Ruiz
Fotografía: Amadora Pajolchek y Alfonso Sierra  

El sonido de los disparos resonaba a lo lejos. La cara era un pañuelo, cubriendo todos los orificios de la filtración del gas lacrimógeno. Las corridas y los gritos daban fuerza a las columnas que se reagrupaban para volver a arremeter contra las vallas que separaban al pueblo de la democracia.

Todo comenzó mucho antes de lo esperado. Los compañeros se colgaban los bombos y se ataban las pecheras mirando en la televisión los infinitos cordones de gendarmes que sitiaban el Congreso de la Nación. La concentración había sido convocada para las 14 en 9 de Julio. Cuando todavía no eran las 13.30 el primer zócalo rojo subrayó la escena que se presentaba en las noticias: “Corridas y balas de goma”. No quedaba más tiempo que perder en nimiedades.

Avanzábamos por Hipólito Yrigoyen atentxs a cada sonido, pendientes de un mensaje que anunciara lo peor. Cualquier explosión era una marca de bala en el pecho de un compañero, aun sabiendo que no era posible escuchar nada a ochocientos metros del lugar. Todos los mensajes que sonaban se nos construían en la cabeza incluso antes de sacar el teléfono del bolsillo “¿Consiguieron quórum? ¿Pudieron entrar lxs diputadxs de la oposición? ¿Hay algún Kosteki, algún Santillán que estos cipayos nos obligarán a llorar por muchos años?”. Nada. Silencio. Solo el agitar de las banderas que cada tanto tapaban la luz del sol.

Con solo pisar la 9 de julio lo sentimos. Todos estábamos ahí. Dos años de parto estaban dando finalmente a luz lo que había sido un embarazo complicado. Las articulaciones comenzaban a despertarse lentamente para que el pueblo volviera a ser un puño que se elevara en lo alto del cielo contra las fuerzas represivas de un Estado que había llegado al poder proclamando Revoluciones y Alegrías, que nunca habían sido sino represiones y un llanto que ahoga –como supieron ahogar los uniformados-.

Un ejército de encapuchados, piqueteros, troskos, anarcos, peronistas, radicales, argentinxs, avanzaba a duras penas por Av. De Mayo, resistiendo los embates de los vientos que arrastraban desde el Congreso la humareda de gases lacrimógenos. Llegaban las noticias desde el frente anunciando a través de un megáfono que la cosa estaba complicada. Bullrich le había soltado la correa a sus perros que arremetían a diestra y siniestra contra todo lo que se moviera. Los mensajes continuaban lloviendo en los teléfonos que funcionaban como un ancla a una realidad que se iba perdiendo lentamente en la furia.

-Hay quórum
-¡Hijos de puta!

-A una diputada le tiraron gas lacrimógeno en la cara

-No dejan entrar a los diputados

-¿Hay gendarmes en los pasillos del Congreso?

Los titulares volaban entre las columnas que se desesperaban para avanzar. Los dirigentes los retenían por temor y cuidado, se desplazaban con paso cauto hacia ese nuevo mundo que abruptamente se abría camino a palazo limpio, con las caras escondidas detrás de cascos de protección, con identidades ocultas. Un Estado sin nombre hería buscando dar muerte a un pueblo que resurgía de las cenizas de los cauchos de las gomas incendiadas.

-“Ya vas a ver

Las balas que vos tiraste

Van a volver.

Y sí, señor,

 vamos a llenar de ratis

el paredón.”

Subía la temperatura, rodaban las lágrimas. Ya no quedaba nadie con la cara descubierta. Todxs con un limón en la mano y un ruego en el alma: “tienen que suspender la sesión”. Avanzaban las columnas indefensas, disparando gritos, recibiendo balazos.

“Federalismo, mentira desde que tengo memoria”, dijo alguna vez un león perdido en una selva de cemento. Que diría de la Democracia si hubiera visto lo que nos encontramos en esa Plaza de los Dos Congresos. Nunca mejor llamada. Esa tarde hubo dos Congresos, el del pueblo y el del gatillo. Con sólo pisar Sáenz Peña, nos vimos rodeados de una humareda tremenda de gas lacrimógeno. No se podía respirar, todo parecía prenderse fuego dentro del cuerpo y la vista comenzaba a flaquear. Los tachos incendiados y las llantas prendidas ya eran parte del decorado de un paisaje que nos querrían vender luego como “campo de batalla”, cuando no había sido otra cosa que un flaco intento de cementerio.

Nadie retrocedía. Las banderas llevaban la victoria hacia las vallas. El espíritu tanto tiempo prisionero de injusticias institucionales había despertado para demostrar que un país se gobierna en la calle y que la voluntad de los ciudadanos no acabará jamás en las urnas. Detrás de las máscaras multiformes de la democracia, se esconde un pueblo que tiene más que un voto, tiene la voz de todas las generaciones pasadas, tiene historia y nunca olvida que la represión es el arma de los débiles.

-¡Se levantó la sesión! – soltó una garganta desesperada y se desparramó como un eco a través de todas las columnas.

Detrás de cada pañuelo se esbozaba una sonrisa de victoria indisimulable. Los aplausos se elevaron por los aires mientras los gases se continuaban expandiendo por todos lados y las balas resonaban en los pechos de los compañeros que seguían resistiendo en primera fila.

La desconcentración fue lenta, la represión se tomó su tiempo. Horas después de que se hubieran retirado lxs diputadxs del recinto, los gendarmes continuaban trepados a las vallas apuntando con paciencia y disparando a los pocos que aún seguían diciéndoles a la cara que eran asesinos. La Policía Federal no quiso ser menos que su hermano mayor y busco un protagonismo siniestro. Eran las seis de la tarde y continuaban persiguiendo con sus motos a todo lo que se moviera.

La represión no fue sino una sucia venganza contra un pueblo que triunfó en el único lugar en que siempre supo hacerlo un pueblo: en la calle.