7 X 3

7 X 3

Por Daniel Bello

Las cosas hay que llamarlas por su nombre: Fernández era decididamente malo.
Pero malo con ganas, esto dicho en el más amplio sentido de la palabra. Como jugador de fútbol no lograba dar 3 pases seguidos y, sin embargo, no dejaba de transpirar la camiseta siendo siempre un ejemplo de dedicación y esfuerzo personal, para molestia de sus demás compañeros con mejor calidad, pero perezosos para el entrenamiento.

O sea de distinto nada; bueno, acaso lo único distinto que tenía eran los pies: uno un poco más corto que el otro, pero para ser sincero, no era bueno, era malo… malo, no, más bien, horrible.

Fernández, como todo horrible, era consciente de ello. Pero se convenció de que la falta de habilidad la podía suplir con un excelente estado físico, de modo tal que le permitiera correr los 90 minutos logrando un ida y vuelta infernal.
También logró convencer al resto.
Primero ocupó un lugar entre los 16 y luego entre los 11 iniciales.

Fernández conformaba el equipo de Desamparados de Oliden, el cual participaba del campeonato – una suerte de liga que componían las demás localidades cercanas- , y que a su vez se dividía en dos zonas: Norte y Sur; los campeones de cada zona accedían a la súper final para determinar qué equipo era el mejor de los 32 que componían dicha liga y, en definitiva, de la Provincia.

Aquel torneo lo tuvo a Fernández como protagonista, había sido uno de los más regulares y había logrado grandes hitos como los 3 goles en un mismo partido – el interzonal de la fecha – ante el clásico rival de toda la vida: el Mansilla Athletic Club, apodados con zaña como los babosos en claro juego con el gentilicio de los habitantes de General Mansilla: bavienses.

Cuestión que Desamparados ganó su zona y quienes aguardaban como ganadores de la otra zona volvían a ser los de Mansilla.
Los juramentos de venganza, con puteadas como moño y puños cerrados agitándose en el aire, por aquel fatídico 4 a 1 del campeonato anterior, aseguraban un espectáculo increíble y más de una trifulca.

El partido se jugó un domingo 7 de febrero, según obran los periódicos de la época, y lo transmitió en vivo el canal comunitario de Oliden para todas las zonas aledañas.
Los primeros 45 minutos transcurrieron con ambos equipos mostrando la carta de la precaución y bailando un vals lento de estudio de movimientos. Pocas imprecisiones y peleado en todos los sectores de la cancha.
Alguna amarilla por un excesivo uso de la fuerza, simular una falta o demorar.
Áspero el partido.

Sin embargo, para el segundo tiempo las cosas empezaron a tener más velocidad y vértigo, por lo que las más de 70 mil personas que habían reventado las boleterías, las tribunas -incluso las agregadas hechas con andamios- y los bares aledaños para poder seguir el match, estaban vibrantes.

Hasta que en el minuto ’44 del segundo tiempo, Fernández se lanzó de 9 cuando vio que el Chueco Gómez cruzaba un zurdazo hermoso, que describió una comba perfecta y tomó al central a contramarcha.
Con el central de traste en el piso, Fernández, solo, la trató de bajar con el pecho. a
Tuvo esa pizca de suerte extra -que ganan partidos y finales- y cuando le impactó la pelota en el pecho, salió hacia arriba y adelante, tirando, ante el achique desesperado del arquero, un sombrerito sublime.

El surco que zanja el arquero se va pronunciando y alejando al 1 de la jugada, dejándolo como un espectador de lujo.
Fernández quedó solo.

Un solo que significa la soledad del hombre ante la inmensidad, de la gramilla verde inglés y más allá la multitud, como un alpinista haciendo cumbre y mirando desde ella el vasto infinito.

En las tribunas, el aliento contenido por miles de almas. Frente al televisor miles de ojos abiertos, secos y al borde de la lágrima por no parpadear, por no perderse el segundo en el que la decisión genera el chispazo invisible a la retina desprevenida.
Sus compañeros en el banco de suplentes salen impulsados al borde del campo de juego. Se mantienen tensos, sudorosos, con puños y dentaduras apretadas. Dentro de la cancha: Fernández y el arco.

Frente al hombre, el arco… frente a él: 7 por 3.

Y ahí, en ese punto en el que se cruzan las variables del tiempo y el espacio, no hay mucha opción: solo dos posibilidades y las consecuencias que cada una de ellas conlleva.
Ese momento comprometía a la humanidad toda. Y Fernández lo sabía.

También sabía que convertir el gol sólo era cuestión de patear, de tomar la decisión de hacerlo y de realizarla. Pero Fernández sintió la angustia trepar por sus pies.
La angustia se transformó en el sentimiento de responsabilidad. Sintió sobre sí un gran peso y luego vino la inacción.
Sus pies estaban estáticos, pero sabía que debía tomar una definición, el momento no admitía quietismos. Fernández sabía que el hombre es lo que hace, y así se define.
Y Fernández decidió.
Tomó el balón con las manos.

El silencio que siguió fue aturdidor. Nadie lo esperaba.
El hipnotismo generado sólo podía ser interrumpido de una manera, tal y como sucedió, con un pitido profundo del árbitro que marcó tiro libre para los de Mansilla a la vez que hizo bailar en el aire el cartón amarillo para Fernández.
El partido terminó en empate y en los penales, los de Mansilla ganaron esa lotería.
Sobre Fernández no hay mucho que decir… o sí, porque nos enseñó que la vida es dialéctica y, aunque un poco más burdo que Heráclito, también nos dijo que no podemos bañarnos más de una vez en el mismo río o patear dos veces al mismo 7 por 3…
Solo hay que tener la decisión de no construirse como un cobarde… o patear.