CUENTO
NI UNA NI DOS
Por Gustavo Vera
Sentir tierra en la cara la había despertado. No es que pudiese moverse, ni siquiera intentó tal cosa, pero el contacto espeso y algo húmedo de la tierra sobre sus ojos y nariz la habían despertado. El ojo derecho se abrió. Se abrió tanto que fue como si respirara, como si tomara aire. Por un momento pensó que su ojo derecho era su nariz, su boca, sus poros, sintió que todo el aire del mundo le entraba por allí. Después la tierra, el ahogo, la oscuridad.
Julieta había nacido en el barrio de la Horqueta en San Isidro, era rubia como su mamá y tenía los ojos celestes como su papá. Era la tercera de cinco hermanos con los cuales no sólo había compartido colegio (uno de esos que empieza con “San”) sino también club (uno de esos cuyo nombre es una sigla), donde jugó al hockey de chiquita. Lo hacía bien, bastante bien. Julieta además pasaba los fines de semana en Pilar, allí sus padres tenían una casa todavía más grande que la de San Isidro, si es que tal cosa era posible. Volvía los domingos a la tarde para ir a misa. Fue allí donde conoció a Santiago. Con Santiago tuvo su primera vez a los 16 años. No había sido gran cosa realmente, él era virgen como ella: hicieron lo que pudieron. A los tres meses y justo cuando el sexo empezaba a ser algo digno de contar, Julieta quedó embarazada. La noticia generó un escándalo en su familia: su papá apenas la miraba, su mamá lloraba sin parar, sus hermanos la insultaban. Entre todos decidieron que aborte en secreto. Sin que nadie se entere y sin preguntarle absolutamente nada. Sería un secreto familiar, que todos se llevarían a la tumba. Lo hizo en una exclusiva clínica de Pilar, salió una fortuna. A las dos horas estaba nuevamente en su casa. Nunca más vio a Santiago.
Otra vez los ojos respiraron, o eso pensó ella. Ante la falta de aire en la nariz y en la boca, los ojos parecían galopar a toda velocidad para hacerse de algo de oxígeno. Los abrió de par en par. Era de día, el sol brillaba y no había ni una nube que amague a taparlo.
Micaela había nacido en el barrio la Cava de San Isidro. Era morocha como su mama y tenía los ojos marrones de su papá. Era la tercera de cinco hermanos con los cuales había compartido no sólo colegio (uno de esos que empiezan con “Sar” de Sarmiento) sino también club (uno de esos que tiene el nombre del cura obrero) donde jugó al fútbol de chiquita. Lo hacía bien, bastante bien. Julieta los fines de semana pasaba los días en un cuntry de Pilar, donde ayudaba a su mama que trabajaba de empleada doméstica en una casa que era tan grande como todas las casas de su barrio juntas. Volvía los domingos a la tarde para ir a misa. Fue allí donde conoció a Marcelo. Con Marcelo tuvo su primera vez a los 16 años. No había sido gran cosa realmente, él era virgen como ella: hicieron lo que pudieron. A los tres meses y justo cuando el sexo empezaba a ser algo digno de contar Micaela quedó embarazada. La noticia generó un escándalo en su familia: su papá apenas la miraba, su mamá lloraba sin parar, sus hermanos la insultaban. Entre todos decidieron que aborte en secreto. Sin que nadie se entere y sin preguntarle absolutamente nada. Sería un secreto familiar, que todos se llevarían a la tumba. Lo hizo en una precaria salita clandestina en el barrio donde vivía. Salió una fortuna. Casi se muere desangrada, se salvó de milagro. Nunca más vio a Marcelo.
Con un esfuerzo que le pareció lo más terrible que había hecho en su vida puedo mover las piernas. Le dolía todo, absolutamente todo, pero lo había logrado, siempre había sido buena deportista. No se iba a rendir ahora. Flexionó las rodillas y sintió que la sangre le corría de vuelta por las venas. Volvió a abrir grandes los ojos y no lo vio. No estaba. Era ahora.
Julieta trabajaba y estudiaba desde que terminó el colegio y lo hacía porque quería. No tenía ninguna necesidad de trabajar, pero de todas formas le gustaba hacerlo. Bien temprano hacía tribunales para el estudio de abogados más grande de San Isidro y después del mediodía a la facultad, esas que empiezan con “San”. Julieta tenía 21 años y era hermosa. Aunque ya no lo hacía con tanta regularidad todavía jugaba al hockey en el club de las siglas en donde estaban todas sus amigas. A Gonzalo lo conoció una noche en una fiesta que organizó el club. Era alto, con la espalda bien ancha, el pelo ni largo ni corto y los ojos claros. Lo miró tanto esa noche que finalmente él se hizo cargo y la sacó a bailar. Bailaron cumbia, pegados, juntos, muy juntos. A los diez minutos estaban besándose en un costado de la pista. Un año después ocurrió por primera vez: Julieta bailaba con sus amigas en una nueva fiesta del club, bailaban cumbia desde ya. En el momento que la canción pedía bajar el cuerpo, lo más bajo que se pueda, algo la tomó del brazo y la hizo subir en un segundo. No tuvo ni tiempo de decir “hola mi amor”, con una catarata de insultos le escupió la cara y la llevó arrastrando afuera a la vista de todos. Al día siguiente le pidió perdón unas mil veces, le juró que nunca más lo iba a hacer, que estaba borracho, que le había dado celos verla bailar así. Julieta tardó una semana en volver a hablarle. Tan sólo dos en perdonarlo. Cuando se casaron la vida de Julieta ya era un infierno, tuvo que ponerse un saco blanco la noche de su casamiento para taparse las marcas de los brazos. Le pegó durante todo el embarazo de Nacho. Su mamá le decía que él ya iba a cambiar “que los hombres son así”, que “tenía que ser más comprensiva”, “que tiene mucha presión en la empresa”. Era sábado al mediodía y Julieta le daba de comer a Nacho, él se acercó por atrás y le besó el cuello, ella lo sacó y le siguió dando de comer a su hijo. La tierra en la boca la despertó.
Se arrodilló, sintió que temblaba y que aun respiraba por los ojos, el sólo hecho de hacer ruido con la boca o con la nariz la aterrorizaba. Todavía no podía incorporarse pero ya se sentía más fresca. Miró para todos lados, no lo vio. El motor de un auto la asustó pero logró contener el llanto. No estaba. Tenía que intentarlo.
Micaela trabajaba y estudiaba desde que terminó el colegio y lo hacía porque lo necesitaba. No tenía ninguna posibilidad de poder estudiar si no tenía un trabajo para solventarse. Bien temprano limpiaba los despachos del estudio de abogados más grande de San Isidro y después del mediodía a la facultad, esas que no empiezan con “San”. Micaela tenía 21 años y era hermosa. Aunque ya no lo hacía con tanta regularidad todavía jugaba al fútbol en el club del cura obrero en donde estaban todas sus amigas. A Cristian lo conoció una noche en una fiesta que organizó el club. Era alto, con la espalda bien ancha, el pelo bien corto y los ojos negros. Lo miró tanto esa noche que finalmente él se hizo cargo y la sacó a bailar. Bailaron cumbia, pegados, juntos, muy juntos. A los diez minutos estaban besándose en un costado de la pista. Un año después ocurrió por primera vez: Micaela bailaba con sus amigas en una nueva fiesta del club, bailaban cumbia desde ya. En el momento que la canción pedía bajar el cuerpo, lo más bajo que se pueda, algo la tomó del brazo y la hizo subir en un segundo. No tuvo ni tiempo de decir “hola mi amor”, con una catarata de insultos le escupió la cara y la llevó arrastrando afuera a la vista de todos. Al día siguiente le pidió perdón unas mil veces, le juró que nunca más lo iba a hacer, que estaba borracho, que le había dado celos verla bailar así. Micaela tardó una semana en volver a hablarle. Tan sólo dos en perdonarlo. Cuando se casaron la vida de Micaela ya era un infierno, tuvo que ponerse un saco blanco la noche de su casamiento para taparse las marcas de los brazos. Le pegó durante todo el embarazo de Juan. Su mamá le decía que él ya iba a cambiar “que los hombres son así”, que “tenía que ser más comprensiva”, “que tiene mucha presión en la fábrica”. Era sábado al mediodía y Julieta le daba de comer a Juan, él se acercó por atrás y le besó el cuello, ella lo sacó y le siguió dando de comer a su hijo. La tierra en la boca la despertó.
Por un momento pensó que iba a lograrlo, casi que se pudo incorporar. Iba a salir de esa tumba en la que él la había arrojado sin siquiera comprobar que estuviese muerta. Lo estaba haciendo, el deporte siempre había sido su aliado. Sacó fuerzas de lo más recóndito de su ser. Pero entonces sintió la misma sensación que aquella primera vez en el club, ese cuyo nombre era el del cura obrero o el de la sigla, ya no recordaba. Fue exactamente la misma, de tantas veces que la había vivido ya no se acordaba cómo era. Rara la forma en que el cuerpo se olvida de las cosa que vivó tantas veces como un mecanismo de defensa final. La dio vuelta y entonces le escupió insultos en la cara. Al rato ya ni los ojos respiraban.